lunes, 14 de septiembre de 2009

Capitulo IV

4.- LA CALLE

Estaba tirado sobre la cama releyendo las últimas líneas de "cabecita negra" y la habitación oscureció de repente. Este barrio siempre se nubla en segundos. La luz al atardecer justo antes de que cierren los almacenes y los supermercados, tiñe las ventanas de las habitaciones con el brillo del desasosiego anaranjado como importado de Lisboa. Prefiero salir a caminar por el barrio. Bajé de la habitación, saludé con una palmada en el hombro al tipo que cuida la pensión desde su cabeza desbarrancada sobre el mostrador y sin prisa abrí la puerta que daba hacia la calle. La vereda estaba rociada por la leve humedad típica de Buenos Aires y mi humor empezaba a mejorar. Siempre observé las luces de los autos sobre el empedrado y las enormes ruedas de los colectivos con la sensación de que nunca llegarían a donde deben, de que en esta ciudad es tan difícil llegar que uno siempre termina en destino sin saber cómo. Esta debilidad que tenemos, que nos empuja hacia adelante hasta acabar con nosotros mismos, hasta que perecemos en el lugar que habitamos y vaciamos el aire con el último respiro justo cuando llegamos, porque la llegada es triunfal si estamos vivos para arrepentirnos y volver a empezar. Creemos que así deben ser las cosas, pero lo dijo el cantor, suceder así no tiene gloria.

En una esquina la vi a ella. Su rostro era oscuro y se confundía con el marrón de los arboles bajo el agua que caía desde mucho más arriba de las terrazas en dirección oblicua hacia el empedrado. Tenía una mirada extrañada. Las pupilas negras eran indistinguibles entre las pequeñas venas rojas que llenaban el globo ocular por debajo de los párpados cansados. El jean apretado contra sus piernas grandes, vencidas. La remera negra de seda se hundía entre los pechos como dos repollos de esos que vendían en el mercado de la vuelta. No dudé en hacerle algunas preguntas. Me paré a unos treinta centímetros de ella hasta que me dirigió la mirada. Sonrió y yo le devolví el gesto.

- ¿Cómo estas?

- Bien ¿y vos corazón? ¿Querés divertirte un rato?

-Quería charlar un rato con vos- dije tiernamente.

Entonces ella me agarró suavemente del brazo y caminamos hasta un hotel en silencio. Saludó al conserje y me dijo:

-Dame 20 pesos.

El pasillo tenía los números de la habitación iluminados con lamparitas rojas y entre las puertas perfectamente mal ubicadas unos helechos. Caminamos sin hablar y abrí la puerta de las habitación 34. Una ventana tapada por rejas al costado de la cama. El baño, las cortinas color crema cortada con café berreta era la escenografía perfecta para un típico asesinato barrial de pocos errores. Siempre que entro a lugares densos, un deseo físico transpira ardoroso, mirar desde el piso cada rincón de la habitación, arrastrarme, estudiarla, es el lugar perfecto para asfaltarse, hablar largas horas con una mujer desconocida, peinar la milonga humedecida pero duradera y desembocar en alguna conciencia alcantarillada. Raspar la pared es desesperante, ¡pero cuánto escuché de habitaciones contiguas!

Ella se dirigió hacia el baño y en segundos salió completamente desnuda.

-¿Me vas a cojer vestido?

-No. No.

Sentado sobre la cama y con ella enfrente, dispuse rápidamente a desabrocharme el cinturón, luego el pantalón y la camisa. Ella se acercó y siempre mirándome con displicencia, con su verdad tan opaca que la piel testimoniaba una vida real, cruda, me bajó el calzón.

- ¿Apago la luz? Pregunté.

No hubo respuesta entonces oscuridad. Ella metió la pija en su boca y el techo se elevó. Empezó y terminó con la misma displicencia hasta tirarse sobre la cama a esperar que yo la aplastase con mi sexo. Eso hice. Con la mano y en la profundidad de su pubis hubo un roce. El tiempo se medía de adentro hacia afuera, poco podía entrever sus gestos, su mano reposada en mi hombro, y yo apretaba fuerte la almohada para no matarla, porque no guardaba culpa entre tantos castigos.

-¿Terminaste? No, esperá, ya está, ya.

-Vestite, yo voy al baño y nos vamos.

La cama estaba intacta, las sábanas tensas a los bordes y la frazada ondulada en el medio flacamente.

Mientras me vestía y ella usaba el baño pensé en preguntarle por las dos chicas que habían muerto en el bar. Grité:

-¿Vos conocías a las dos chicas?

-¿Que chicas?

-Las que mataron.

-¿Por qué?

-Porque yo estaba al lado.

-¿Y?

-Y quería saber quien fue el que disparó, justo cuando en la cocina alguien gritó. ¿Las conocías?

-Si, esas cosas pasan.

-¿A quienes le pasan?

-A todos, ¿O no?

-No se, a mi no me pasó.

-Si.

-¿Cómo se llamaban?

- Brisa y Carla. Creo.

-¿Y el tipo? ¿Por qué las mató?

-Yo que sé. Guita supongo.

-¿Lo conoces a él?

-Si, maneja pibas en Once y Almagro. Sergio. Un lumpen hijo de puta.

Abrió la puerta del baño y estaba angelical. Nos vamos me dijo.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Capitulo III

3.- NOSOTRAS

Y yo apretaba fuerte la almohada para no matarla, porque no guardaba culpa entre tantos castigos.

Me dijo que hacía una semana que me estaba tratando de encontrar, pero nosotras no queremos escucharlo más. Estamos cansadas de su ausencia y sus mentiras. Le pregunté qué quería, para qué me estaba llamando y él solo me dijo:

-Quiero saber como estás Elsa, yo no estoy bien.

A nosotras no nos interesa, no queremos nada de vos, nos abandonaste, y él siempre huye, y me dice que ya lo hablamos, pero mi beba no habla, y no le puede explicar que a la noche dormimos solas y la leche con la que extiendo sus días tiene el gusto de sus fracasos y su cobardía. Pero ella es tan buena que no llora y arrullada en mi cama duerme por las tardes y las noches quieta sobre mi pecho arrugado.

-Elsa el otro día vi algo terrible, mataron a dos chicas, frente a mi cara. No las conocía pero estoy extrañado, no sé que hacer.

-Celedonio te odio, nosotras también estamos muertas para vos.

Ella es tan chiquita, tiene los ojos de su papá y la boca de mi madre, y siento tantas ganas de apretarla, de que me escuche cuando le canto al oído:

Tú no puedes volver atrás

Porque la vida ya te empuja

Como un aullido interminable, interminable

Te sentirás acorralada

Te sentirás perdida o sola

Tal vez querrás no haber nacido, haber nacido...

Pero tú siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti, como Ahora pienso

La vida es bella ya verás

Como a pesar de los pesares

Tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos...

Aún cuando mancho sus mejillitas con lágrimas parece ser que el solcito se empañara a través de ella y nunca puedo terminar su canción, porque me duele, porque lo quise más que a mí, más que a mi padre.

- ¡Elsa por favor! Basta con eso. ¿Cómo estuviste estos días?

- Callate, ella no te quiere ver más.

Y le corté porque tiene hambre, hoy está triste, lo extraña porque le mostré las fotos de cuando ella todavía no estaba y nos amábamos tanto. Voy a prepararle la comidita que tanto le gusta, y después vamos a acostarnos juntas, bajo la ventana.

-Te quiero solcito, sos tan linda, sos preciosa, dormite que yo estoy con vos, yo te cuido de la noche y mis sueños, nadie te va a lastimar, nada, dormite... dormite mi bebita... mi...

viernes, 11 de septiembre de 2009

Capitulo II

2.- EL AMIGO DE CELEDONIO

La vida es bella ya verás...


Tengo ganas de vomitar, que esta terrible presión en mi cabeza, como morsa oxidada, ponga fin a la interminable noche. Esta noche que me atrapa, que me toma prisionero de una realidad que se escapa, sin poder yo, escapar de ella. He probado con unas pequeñas pastillas celestes que a pesar de su color, el prospecto promete un sueño profundo. Mas estas noches de fármacos y cigarros, y papeles y lápices siguen siendo interminables.

Cuando de repente entre la soledad de mi boca seca, de mis riñones fríos y punzantes por la madrugada, acecha el sol con sus ofrendas, todo en mi es profunda vergüenza. ¡Si me escuchara Pessoa, o Blanchot o nadie, si yo pudiera escucharme! Solo puedo dejar que el disparo sea eterno como estas noches, como este insomnio.

Estas hojas no valen nada, porque este lápiz no vale nada, porque este lápiz sobre esta hoja no vale nada. Y porque estas manos que escriben, no saben que trabajan para algo, para alguien que fatalmente cree que a veces, él vale algo.

Odio el día. Odio la gente de día. Odio las plazas, los autos, las oficinas, las calles y los bares. Odio la noche, odio ésta noche porque recuerdo las plazas, los autos, las oficinas, las calles y los bares.

Ahora sale el sol, y yo no quiero odiar. Entonces duermo. Y sueño con plazas y con autos, y con oficinas... pero acá no hay noche, no hay día. Despierto y no quiero despertar porque odio este insomnio que es mi vida desparramada sobre la mesa sucia del algún bar de día. Ya no puedo leer. Estoy asustado. El insecto amenaza con su vuelo arriesgado en su afán de alimentarse, y estoy seguro que no se atrevería a picarme por miedo a que mi sangre lo infecte de engaños, de silencios y una soledad que pasea por mi cuerpo con la fuerza incontrolable de la metástasis. Los riñones me duelen, las muelas se quiebran y con sólo caminar me fatigo. ¡Que el cuerpo enmudezca de repente! Quédate quieto pequeño insecto, porque en vos está la vida sencilla, la inocencia y la culpa de Dios. No nos conocemos. No te acerques, no te atrevas a tocarme que la enfermedad me corre por dentro. Temo por tu especie y por la mía. No te acerques. No más. No me enredes en ésta habitación con tu vuelo disimulado y amenazante, con tu sonido eléctrico, que siento las paredes caer sobre nosotros y quizás no pueda pensar en detenerlas, y así finalice tu existencia aplastado entre gigantescos escombros y un cuerpo enmohecido por el miedo azul, intentando tú haberte alimentado impunemente de una muerte más lenta, más digna. No te acerques, tu no lo sabes, pero yo sí. Yo tengo la certeza de la enfermedad desconocida e inconclusa. No te acerques. Por favor.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Capitulo I

1.- LA HABITACION DE CELEDONIO

Y así la esperanza muere en la muerte permanente del juego.

Es oscuro vivir en Buenos Aires. Tiene algunas veredas tan finas como las mujeres que en ellas habitan y paredes tan gastadas y herrumbradas como esa misma gente, de esas mismas veredas finas.

En la habitación en la que despierto el piso esta muy cerca de los ojos. Levanto la cabeza y estuve tirado, derrumbado por algún cross de un tipo alto, mal vestido que mientras me insultaba escupía. Él no lo notaba, pero yo podía ver cada línea de saliva que se desviaba o caía sobre mi nariz, o sobre mis ojos, o los labios. El hígado se retorcía.

La luz es fuerte por la ventana y no hay grandes rastros de sangre. Probablemente me dormí con el whisky del encargado, otro hombre que escupe cuando habla.

Eduardo estaba solo. Hablamos hace dos semanas y me dijo tener una enfermedad que cree no entender. Yo tampoco. No lo puede explicar. Tomábamos cocaína a la noche en algún bar cerca de nuestras casas, el mozo nos conocía como "de todo y para dos", escuchábamos conversaciones con la boca cerrada y los ojos abiertos. Sobre la flacura de sus escamas, Eduardo, dejó fallecer los sueños de pibe. Esto duraba toda la noche.

En éste hotel sólo funciona la lamparita de la cocina que envuelve con su penumbra cálida el patio y los primeros seis escalones de una escalera que lleva a mi habitación. Buenos Aires congela como los frigoríficos las reses, pareciera ser que poco a poco nos estuviéramos acercando a la faena.

El frío no soporta su frío, y supongo que esto corresponde tanto a la casa, como a sus huéspedes, por lo tanto segundos después de empujar levemente una puerta, o hacer flamear algún repasador colgado de un opaco picaporte, de esconderse y saltar por rendijas de puertas, ventanas, zócalos, aberturas de toldos y cuerpos transpirados, se acomoda como hecho un bollo, escondido, escondiéndose ahí en los débiles espacios vacíos que duermen separados por astillas finas en mis huesos. Hace temblar mi cigarrillo miedoso en las puntas de los dedos para entregarlo sobre la alfombra y supongo que habrá sido el whisky o tal vez las patadas que me estallaron por atrás saliendo del bar, lo que obstaculizó el intento por salvar mi último cigarro antes de que incendiara la mitad de la habitación. Esta mitad correspondía a mis dos sacos, una frazada, tres pares de calcetines, cuatro calzones, la foto de Julián Centeya y un bolso especialmente grande; el pantalón lo tenía puesto por lo tanto solo tuvo que soportar algunas quemaduras y rasgazos junto con la camisa y la musculosa blanca.

Soy Celedonio Flores. Nací en congreso. Tengo 43 años. Alto, de pelo corto. La robustez de mis huesos me la dio el gimnasio de flores, donde practiqué boxeo durante más de ocho años.

El clima era denso en las calles. Pero en esta primera habitación de hotel después de la separación con Elsa, estaba bien.

La ciudad respiraba sospechas, trajes y uniformes. Los coches se desplazaban con la suave lentitud de la vergüenza, y los bares estaban colmados de mozos. Dejé mis cosas sobre la cama marrón y entré al bar bajo la luna roja que iluminaba la avenida Corrientes. Junto a mi mesa dos putas y un tipo discutían. Un grito desde la cocina, el tipo se paró, saco el arma y las mató. Vi el borde del caño cuando me apuntaba y corrió. Lentamente volví al departamento, como quien vuelve de una fiesta sólo. Llamé a Elsa y no atendió.