1.- LA HABITACION DE CELEDONIO
Y así la esperanza muere en la muerte permanente del juego.
Es oscuro vivir en Buenos Aires. Tiene algunas veredas tan finas como las mujeres que en ellas habitan y paredes tan gastadas y herrumbradas como esa misma gente, de esas mismas veredas finas.
En la habitación en la que despierto el piso esta muy cerca de los ojos. Levanto la cabeza y estuve tirado, derrumbado por algún cross de un tipo alto, mal vestido que mientras me insultaba escupía. Él no lo notaba, pero yo podía ver cada línea de saliva que se desviaba o caía sobre mi nariz, o sobre mis ojos, o los labios. El hígado se retorcía.
La luz es fuerte por la ventana y no hay grandes rastros de sangre. Probablemente me dormí con el whisky del encargado, otro hombre que escupe cuando habla.
Eduardo estaba solo. Hablamos hace dos semanas y me dijo tener una enfermedad que cree no entender. Yo tampoco. No lo puede explicar. Tomábamos cocaína a la noche en algún bar cerca de nuestras casas, el mozo nos conocía como "de todo y para dos", escuchábamos conversaciones con la boca cerrada y los ojos abiertos. Sobre la flacura de sus escamas, Eduardo, dejó fallecer los sueños de pibe. Esto duraba toda la noche.
En éste hotel sólo funciona la lamparita de la cocina que envuelve con su penumbra cálida el patio y los primeros seis escalones de una escalera que lleva a mi habitación. Buenos Aires congela como los frigoríficos las reses, pareciera ser que poco a poco nos estuviéramos acercando a la faena.
El frío no soporta su frío, y supongo que esto corresponde tanto a la casa, como a sus huéspedes, por lo tanto segundos después de empujar levemente una puerta, o hacer flamear algún repasador colgado de un opaco picaporte, de esconderse y saltar por rendijas de puertas, ventanas, zócalos, aberturas de toldos y cuerpos transpirados, se acomoda como hecho un bollo, escondido, escondiéndose ahí en los débiles espacios vacíos que duermen separados por astillas finas en mis huesos. Hace temblar mi cigarrillo miedoso en las puntas de los dedos para entregarlo sobre la alfombra y supongo que habrá sido el whisky o tal vez las patadas que me estallaron por atrás saliendo del bar, lo que obstaculizó el intento por salvar mi último cigarro antes de que incendiara la mitad de la habitación. Esta mitad correspondía a mis dos sacos, una frazada, tres pares de calcetines, cuatro calzones, la foto de Julián Centeya y un bolso especialmente grande; el pantalón lo tenía puesto por lo tanto solo tuvo que soportar algunas quemaduras y rasgazos junto con la camisa y la musculosa blanca.
Soy Celedonio Flores. Nací en congreso. Tengo 43 años. Alto, de pelo corto. La robustez de mis huesos me la dio el gimnasio de flores, donde practiqué boxeo durante más de ocho años.
El clima era denso en las calles. Pero en esta primera habitación de hotel después de la separación con Elsa, estaba bien.
La ciudad respiraba sospechas, trajes y uniformes. Los coches se desplazaban con la suave lentitud de la vergüenza, y los bares estaban colmados de mozos. Dejé mis cosas sobre la cama marrón y entré al bar bajo la luna roja que iluminaba la avenida Corrientes. Junto a mi mesa dos putas y un tipo discutían. Un grito desde la cocina, el tipo se paró, saco el arma y las mató. Vi el borde del caño cuando me apuntaba y corrió. Lentamente volví al departamento, como quien vuelve de una fiesta sólo. Llamé a Elsa y no atendió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario