4.- LA CALLE
Estaba tirado sobre la cama releyendo las últimas líneas de "cabecita negra" y la habitación oscureció de repente. Este barrio siempre se nubla en segundos. La luz al atardecer justo antes de que cierren los almacenes y los supermercados, tiñe las ventanas de las habitaciones con el brillo del desasosiego anaranjado como importado de Lisboa. Prefiero salir a caminar por el barrio. Bajé de la habitación, saludé con una palmada en el hombro al tipo que cuida la pensión desde su cabeza desbarrancada sobre el mostrador y sin prisa abrí la puerta que daba hacia la calle. La vereda estaba rociada por la leve humedad típica de Buenos Aires y mi humor empezaba a mejorar. Siempre observé las luces de los autos sobre el empedrado y las enormes ruedas de los colectivos con la sensación de que nunca llegarían a donde deben, de que en esta ciudad es tan difícil llegar que uno siempre termina en destino sin saber cómo. Esta debilidad que tenemos, que nos empuja hacia adelante hasta acabar con nosotros mismos, hasta que perecemos en el lugar que habitamos y vaciamos el aire con el último respiro justo cuando llegamos, porque la llegada es triunfal si estamos vivos para arrepentirnos y volver a empezar. Creemos que así deben ser las cosas, pero lo dijo el cantor, suceder así no tiene gloria.
En una esquina la vi a ella. Su rostro era oscuro y se confundía con el marrón de los arboles bajo el agua que caía desde mucho más arriba de las terrazas en dirección oblicua hacia el empedrado. Tenía una mirada extrañada. Las pupilas negras eran indistinguibles entre las pequeñas venas rojas que llenaban el globo ocular por debajo de los párpados cansados. El jean apretado contra sus piernas grandes, vencidas. La remera negra de seda se hundía entre los pechos como dos repollos de esos que vendían en el mercado de la vuelta. No dudé en hacerle algunas preguntas. Me paré a unos treinta centímetros de ella hasta que me dirigió la mirada. Sonrió y yo le devolví el gesto.
- ¿Cómo estas?
- Bien ¿y vos corazón? ¿Querés divertirte un rato?
-Quería charlar un rato con vos- dije tiernamente.
Entonces ella me agarró suavemente del brazo y caminamos hasta un hotel en silencio. Saludó al conserje y me dijo:
-Dame 20 pesos.
El pasillo tenía los números de la habitación iluminados con lamparitas rojas y entre las puertas perfectamente mal ubicadas unos helechos. Caminamos sin hablar y abrí la puerta de las habitación 34. Una ventana tapada por rejas al costado de la cama. El baño, las cortinas color crema cortada con café berreta era la escenografía perfecta para un típico asesinato barrial de pocos errores. Siempre que entro a lugares densos, un deseo físico transpira ardoroso, mirar desde el piso cada rincón de la habitación, arrastrarme, estudiarla, es el lugar perfecto para asfaltarse, hablar largas horas con una mujer desconocida, peinar la milonga humedecida pero duradera y desembocar en alguna conciencia alcantarillada. Raspar la pared es desesperante, ¡pero cuánto escuché de habitaciones contiguas!
Ella se dirigió hacia el baño y en segundos salió completamente desnuda.
-¿Me vas a cojer vestido?
-No. No.
Sentado sobre la cama y con ella enfrente, dispuse rápidamente a desabrocharme el cinturón, luego el pantalón y la camisa. Ella se acercó y siempre mirándome con displicencia, con su verdad tan opaca que la piel testimoniaba una vida real, cruda, me bajó el calzón.
- ¿Apago la luz? Pregunté.
No hubo respuesta entonces oscuridad. Ella metió la pija en su boca y el techo se elevó. Empezó y terminó con la misma displicencia hasta tirarse sobre la cama a esperar que yo la aplastase con mi sexo. Eso hice. Con la mano y en la profundidad de su pubis hubo un roce. El tiempo se medía de adentro hacia afuera, poco podía entrever sus gestos, su mano reposada en mi hombro, y yo apretaba fuerte la almohada para no matarla, porque no guardaba culpa entre tantos castigos.
-¿Terminaste? No, esperá, ya está, ya.
-Vestite, yo voy al baño y nos vamos.
La cama estaba intacta, las sábanas tensas a los bordes y la frazada ondulada en el medio flacamente.
Mientras me vestía y ella usaba el baño pensé en preguntarle por las dos chicas que habían muerto en el bar. Grité:
-¿Vos conocías a las dos chicas?
-¿Que chicas?
-Las que mataron.
-¿Por qué?
-Porque yo estaba al lado.
-¿Y?
-Y quería saber quien fue el que disparó, justo cuando en la cocina alguien gritó. ¿Las conocías?
-Si, esas cosas pasan.
-¿A quienes le pasan?
-A todos, ¿O no?
-No se, a mi no me pasó.
-Si.
-¿Cómo se llamaban?
- Brisa y Carla. Creo.
-¿Y el tipo? ¿Por qué las mató?
-Yo que sé. Guita supongo.
-¿Lo conoces a él?
-Si, maneja pibas en Once y Almagro. Sergio. Un lumpen hijo de puta.
Abrió la puerta del baño y estaba angelical. Nos vamos me dijo.